Miraba plácidamente el vaivén de la ciudad. Sentada en mi lugar favorito contemplaba como adultos y niños volvían a casa después de una larga jornada de frenética actividad. El otoño se asomaba tímido entre las contadas hojas de los árboles que disfrutaban ante la perspectiva de caer, caer y desaparecer. Desaparecer, extraña palabra… En esta ciudad de pensamientos, el ahora y el después se fusionaban en uno, dejando apenas espacio a las ideas para danzar en el tiempo. Desaparecer… ¿cómo puede algo que no existe desaparecer? Día tras día, o más bien dicho, momento tras momento, escapaba del bullicio de la ciudad para refugiarme en la eternidad, en ese banco de madera que apaciguaba mi sed, mis ansias de más.

Caminos de piedra y ríos cristalinos se mezclaban desordenados, en la lejanía, mi pequeña ciudad parecía un vestido de lentejuelas verdes y plateadas. El agua corría libre y vivaz e, igual que una serpiente, intentaba escapar de un mundo desconocido, grandioso y demasiado lleno para encontrar un lugar. Las casas, pequeñas construcciones de madera de roble, se balanceaban entre grandes ramas, sujetas a anchos troncos. Mirase a donde mirase había casitas colgando, seguras de estar en buenas manos. Valientes, pensaba yo, pequeños gigantes o, tal vez, grandes las ocupaban y, aun así, se libraban a la fuerza de los árboles en vez de recurrir a la solidez del suelo.

Todas las mañanas, andaba yo entre ellas, las rodeaba y las admiraba de cerca; me asombraba ante su hermosura y su sencillez y deseaba entonces poder vivir en alguna de ellas. Es triste, sabes, pensar que soñaba con aquello que más me atemorizaba y no hacía nada por cambiarlo… desde mi banco, suspiraba, deseaba convertirme en una gigante, hacer lo que hacen los gigantes y, sin embargo, no había tiempo, siempre es cosa del tiempo. Más de dos minutos no duraban las ideas, en la ciudad no había espacio para lamentarse o planificar, si querías algo lo hacías, pero, si tardabas demasiado en decidirte, tu idea se marchaba y tú te quedabas vacío, confuso, sin saber exactamente que estabas pensando. Por suerte, eso en  mi banco no pasaba, podía imaginar miles de historias con un inicio y un fin, idear estrategias para lograr ganar al tiempo. En mi refugio me convertía en una de ellos, en una giganta todopoderosa capaz de hacer cualquier cosa. Si bien, si te soy sincera, no me servía de nada.

Bajo la luz de las lunas que alumbraban mi hogar, las ramas de los árboles brillaban con tonos rosados y las pequeñas chozas humanas se camuflaban bajo ellas. Las explanadas comunitarias se alzaban majestuosas en las grandes praderas y escondidos claros y los distintos sonidos se mezclaban creando la orquestra más alucinante que jamás hayas oído. Era una ciudad caótica la mía, sin grandes rascacielos ni extraños monumentos, pero, al fin y al cabo, una ciudad feliz.

Esa tarde, la misma ardilla de siempre mordía una nuez junto a mi mochila, por primera vez, le había traído yo una bolsa entera para que disfrutara. Mi madre creía que estaba con ellas, pero no podía ni siquiera imaginar una tarde junto a Leopolda y Carlita, ¡oh, bendita libertad! Bellas como ninguna, cierto; inteligentes igual que Sócrates, o quizás más; gigantas sensibles y empáticas, ojalá… Quizás algún día, un bonito y lejano día, podría yo integrarme en su mundo, en ese mundo perfecto de mi bonita ciudad.


Ann Rubio Sin categoría , ,

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