Scaramouche, Rafael Sabatini

Nació con el don de la risa y con la intuición de que el mundo estaba loco. Y ese era todo su patrimonio.

Scaramouche, hijo de prostituta y padre alcohólico, vivía en las calles oscuras del Carmel. Su sonrisa alocada y su porte aristocrático hacían de él, el líder de los pequeños sabandijas que dominaban el barrio. Hermoso como ninguno, cochino por orgullo y un mujeriego de cuidado. Sus aferes privados eran pregonados a los cuatro vientos y las doncellas hacían lista, anhelando ser poseídas. Su atractivo caminar no dejaba indiferente a ninguno y sus penetrantes miradas desmoronaban a cualquiera que con burdas intenciones se le acercara. Era Scaramouche un chico singular, sin blanca, sin casa y sin nadie que le abrazara. No tenía apenas comida y una vieja manta. No tenía nada de valor que le facilitara la existencia, nada de nada, tan solo un botón rojo; objeto que con extrema delicadeza limpiaba cada noche, antes de llorarle sus penas y pedirle que volviera.

Era Scaramouche lo alguien sensato, un muchacho vivaz consciente de la absurdidad del sistema, payaso enmascarado del circo ambulante que llamamos vida. Scaramouche lo sabía, poseia entre sus recuerdos la vaga imagen de un gran hombre tirando las cartas; hacía mucho tiempo de eso, él apenas era un niño, vivía feliz en la hermosa ignorancia de los primeros años de vida.

Llevaba un pañuelo oscuro en el cuello, tenía la nariz prominente y los dientes desordenados. Era viejo, muy viejo. Scaramouche había topado con él unos meses antes del fatal encuentro, se cruzaron por la calle, compartieron un instante de incertidumbre y ya no se volvieron a ver. Lo había olvidado, lo había enterrado en lo más hondo de la memoria hasta entonces, día en que Scaramouche comprendió que el mundo no tenía arreglo y que ningún apaño podría nunca remendar este pañuelo roto que llamamos cosmos.

Scaramouche tenía entonces ocho años, era un día sosegado y no había ni una nube en el cielo; era justamente por eso que andaba de la mano de su hermana Liviana, iban de pícnic por primera vez en muchos años.

Se lo encontraron cerca de un manzano, fumaba su pipa tumbado en el césped mientras barajaba a dos manos un mazo de cartas. Scaramouche se le acercó sonriente y al reconocerle, brotó de sus labios un parloteo angelical que dejó ensimismado al viejo. No había oído en vida risa más radiante que aquella. El viejo le devolvió el saludo y le lanzó las cartas; Scaramouche alcanzó una al vuelo y se la entregó encantado. Mientras, se acercó Liviana, temerosa ante aquel extraño de nariz grotesca y, al ver la figura que el viejo sostenía entre las manos, se le heló la sonrisa. El loco, a su hermano le había tocado el loco, justamente la carta que lo marcaba para siempre, el personaje que definiría su suerte para siempre; Liviana sabía muy bien de lo que hablaba…

Scaramouche no comprendió todo aquello que se ponía en juego, pero su hermana y el viejo sí. Esa noche, el ser más querido para el niño desapareció de la faz de la tierra y su don innato de la risa se convirtió en un arma letal para aquel que se acercara demasiado a su corazón.

Recordaba bien ese día, lo tenía todo y, ahora, ahora solo le queda un botón rojo.

 

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